REVISTA FÉNIX | Nro. 8


Sumario: Octubre 2000

1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Santiago E. Sylvester
2| POESÍA
Autor
Título
Jorge Andrés Paita
Consumación de una forma. Variaciones sobre el tema de la muerte súbita.
Elisa Molina
| Aprendí a hablar | Hilo de Ariadna | Torcida, frente a la ventana | Espera | Un día |
Hugo Mujica
| Encrucijada | Cita | Relámpago | Aleteo | Afueras |
Diego Muzzio
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Pablo Anadón
Wilcock al sesgo
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Alejandro Bekes
Horacio
(versiones de Alejandro Bekes)
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
María Eugenia Avellaneda
Lecciones del poeta Wystan Hugh Auden (W. H. Auden)
Alejandro Bekes
Una visión de las honduras (Horacio Castillo)
Aquella espléndida promesa (Ricardo H. Herrera)
Cristina Piña
Lamento para Sylvia y Ted (Ted Hughes)
Pablo Anadón
Una memoriosa caligrafía poética (Leonardo Martínez)
Diego Muzzio
La confianza en el poder de la imagen (Jorge Teillier)
Nicolás Magaril
Inmediaciones del silencio (María Calviño)
Pablo Ingberg
Un gran poeta romano entre nosotros (Propercio)



1
1


PALABRA EN EL TIEMPO


Por Santiago E. Sylvester

Del arte de aconsejar
(entre Baudelaire y Rilke)


Dar consejos a los jóvenes escritores no es, como se puede pensar, tentación de viejos. Los viejos escritores suelen ser descreídos como para dar consejos, y muchas veces reclaman, ellos mismos, consejos que no piensan seguir. La madurez, por su parte, está demasiado ocupada en sí misma: suele ser el momento del presente absoluto, cuando el escritor advierte que ya no puede postergar su trabajo por desidia ni mucho menos por ese señuelo que se expresa: "lo haré cuando sea mayor"; y, a la vez, tampoco es el tiempo del reposo: aún no puede entregar la tropa como lo hace el arriero al final del viaje. El futuro ya ha llegado y el pasado ya está hecho, por lo que cunde el "ahora o nunca" como una larga campanada de alarma.
     Y entonces, ¿quién da consejos a los jóvenes? Precisamente los jóvenes: es una cuestión de grados, pero sólo desde la juventud un escritor tiene tiempo, ganas y suficiente fe en el porvenir como para levantar una ceja y usar sus conocimientos en favor de otro. Este es el caso de Baudelaire y de Rilke que, a sus 25 y 28 años respectivamente, pusieron a disposición de los jóvenes sus experiencias de escritores.
     Se podría decir que esas edades, en aquellos tiempos, no eran las de ahora, y se estaría en lo cierto. Pero no es esto lo que importa: lo único que en realidad importa es que estamos hablando de Baudelaire y de Rilke, dos escritores sin los que sería imposible la poesía actual. De ahí que interese revisar esos "Consejos a los jóvenes escritores", del primero, y esas "Cartas a un joven poeta", del segundo, como testimonios de la devoción artística de ambos; y ver cómo a la hora de sentir la necesidad de aconsejar, cada uno lo hizo como sabía hacerlo: con la extrema sabiduría que ya ambos portaban, pero impregnada de "espíritu canalla", el uno; con trascendentalismo de altura, el otro. El flâneur, que vivía la intensidad de la gran ciudad, y el solitario que se recluyó para escribir sus mejores poemas en un "abuso de intimidad", según lo vio Valéry cuando lo visitó en Duino.
     Los consejos de estos poetas no podían ser los mismos ni apuntar en la misma dirección: los separaban demasiadas cosas como para aconsejar de la misma manera. En los consejos de Baudelaire predomina lo utilitario, y, en los de Rilke, lo propiciatorio; aunque, como se verá, ninguno de los dos descuida la vereda opuesta, de modo que no resultan excluyentes sino complementarios, uno quiere resolverle al joven escritor problemas de sociabilidad, el otro crearle la atmósfera sagrada con la que, según él, debe envolverse el poeta, y resulta interesante compulsar ambas opiniones para que se vean las diferencias y las correspondencias.

     Baudelaire inicia su catálogo recomendando domesticar la envidia: no pensar que el éxito debe todo a la suerte; ni que la falta de éxito es, sin más, una dosis de destino adverso. La suerte, cuando ya es visible, es algo que ha venido sucediendo: el éxito es una sucesión de pequeños triunfos imperceptibles que, acumulados en un orden favorable, terminan siendo evidentes. Más de medio siglo después, Pessoa lo expresaba así: tener éxito consiste en tenerlo, no en tener condiciones para el éxito.
    Otro consejo versa sobre el salario: el precio de la obra, y aquí recomienda orgullo y transacción. Pacto con la realidad: es decir, algo que Baudelaire no pudo hacer nunca.
     Luego habla de las simpatías y antipatías literarias, y, al parecer, todo consiste en administrar bien el odio literario: elegir bien el objeto a odiar, y no prodigar innecesariamente la cuota de antipatías que se tiene para repartir. Esto se vincula con otra sugerencia, la que induce a usar bien el brulote, con cuidado y estrategia para evitar el efecto bumerang. Años después, Borges teorizaría con más precisión sobre el "arte de injuriar".
     "Apresurarse lentamente": es la hermosa expresión que corresponde al siguiente consejo, y que hoy, más que entonces, parece necesario. Ya entonces, Baudelaire detectaba la compulsión social que obliga al escritor a producir todo el tiempo; ya entonces el escaparate funcionaba como urgencia; y hoy, cuando esto es escandalosamente cierto, hasta la trivialización de la literatura y de las razones para escribir, este consejo suena, no sólo como tal, sino como advertencia. Para escribir rápido es necesario haber pensado despacio, y mucho; y, puesto que es inevitable cierta celeridad, conviene el ahorro de esfuerzo y de tiempo, no dispersarse para que prevalezca la precisión y la unidad: en el fondo, consejo de método y de preceptiva. Rilke también tiene algo que decir sobre este asunto, también él veía el peligro, no en la tardanza, como don Quijote en otra época, sino en el apresuramiento, y entonces aconseja paciencia: "¡la paciencia lo es todo!", exclama, y subraya sus dichos con enfáticos signos de admiración que resaltan el sentido. Para el artista no cuenta el tiempo: el artista, en palabras de Rilke, debe estar como si estuviera frente a la eternidad.
    Baudelaire cree, sin dudas, en la inspiración, pero también cree que es hermana del trabajo cotidiano: producto, más que misterio ("existe, pero que nos encuentre trabajando", dirá luego Picasso); de ahí la conclusión, y el consejo, de que el poeta no abandone nunca la poesía, que no deje de trabajar, de buscarla, de estar cotidianamente en contacto con ella, y en esta idea subyace la convicción de que también la poesía abandona al que le es infiel. "Un alimento subsistente pero regular —dice Baudelaire— es la única cosa necesaria para los escritores fecundos".
     Finalmente, sus dos últimos consejos caen decididamente del lado de la utilidad. Con ellos busca, no enseñar el secreto de la escritura, sino de la vida, algo tan imprescindible como lo otro: no tener acreedores (y Baudelaire sabía de lo que hablaba, siempre corrido por las deudas) y saber elegir a las amantes. La sensatez de ambas opiniones es tan visible que vuelve superfluo cualquier comentario. Se puede observar, sin embargo, que Baudelaire, producto de la época, ni siquiera se plantea la posibilidad de que el escritor eventual sea una mujer (la más conocida de todas, George Sand, fue siempre denostada por Baudelaire, y tal vez venga a cuento recordar que Jules Renard, en su Diario, la calificó como lactea ubertas, algo así como "vaca lechera"), ni que necesite otro tipo de amantes que las que llenaban el ocio del propio Baudelaire. Así, recomienda que las amantes no sean ni mujeres honestas, ni sabiendas ni actrices. En cambio, es buena amante para un escritor la adolescente y la analfabeta, y para que no queden dudas de sus intenciones, aclara la opción que propone: el amor (ingenuo, habría que precisar) o el puchero. ¿En cual de estas categorías habrá puesto Baudelaire a Jeanne Duval, la actriz semi prostituta y coja que acompañó sus últimos años, hasta la muerte, y que terminó hablando sola por las calles?
    
    De Rilke se espera otra cosa, y no defrauda: es otra cosa lo que el joven Franz Xavier Kappus recibe en sus diez célebres cartas: escritas, las primeras nueve, entre 1903 y 1904, y rematadas por una coda en la Navidad de 1908.
    El gran consejo de Rilke, que subyace en todos los demás, es que se ame y elabore la soledad como el bien más preciado del poeta: la atmósfera imprescindible que preside el acto de la creación, y que sólo se obtiene como consecuencia de una vida dedicada a la búsqueda trascendente. Soledad y silencio forman el punto de partida que bordea el recogimiento místico para abordar la exploración interior, que también es previa, sobre la causa del deseo de escribir. Sin saber por qué se quiere escribir no es posible abordar la consecuencia ni formular la gran pregunta de partida: ¿moriría si me impiden escribir? Esta pregunta para la noche es fundante del resto: si la respuesta es sí, no queda más salida que construir la vida en torno a esa necesidad; si la respuesta es no, hay que abandonar el intento por superfluo. No se plantea ni por asomo la posibilidad, bastante frecuente, de una zona gris en la que puede no ocurrir ni lo uno ni lo otro, y sin embargo dar como resultado un escritor. Viene al caso una anécdota contada por André Gide, según la cual él mismo, un día que paseaba con Valéry, expresó que si le impidieran escribir se suicidaría. Valéry, impertérrito, le contestó que él haría lo mismo si lo obligaran a escribir. Dos formas del infierno para un escritor: que cada uno elija la suya.
    Sin embargo, no todo es consejo superior en las cartas de Rilke. También regala algunos de uso diario, inclusive prácticas que son, decididamente, de lo que hoy se llamaría taller literario: por ejemplo, mirar un árbol y describirlo, o leer un poema propio escrito con letra ajena para poder tomar distancia suficiente. Hay acopio de astucias literarias: aconseja no escribir poemas de amor (no olvidemos que se dirige a un joven, por lo que debemos entender que quiere ahorrarle obviedad); le sugiere evitar las formas demasiado habituales: son difíciles por la cantidad de tradición que se acumula en ellas; salvarse de los temas generales: es preferible la cotidianeidad, y si ésta le parece pobre, cúlpese a sí mismo por no ser suficiente poeta como para descubrir su riqueza. Advierte sobre los riesgos de la ironía; aconseja directamente no leer libros de crítica estética, porque no son sino consideraciones que se han anquilosado o juegos de palabras según los cuales hoy gana un punto de vista y mañana otro; y no ahorra grandes palabras cuando afirma que sólo el amor es idóneo para aproximarse a la obra de arte, ni cuando reitera la importancia de la soledad como faro del poeta.
    Los consejos de Rilke son, desde luego, más elaborados que los de Baudelaire. Por decirlo en términos de esfuerzo, se ha tomado más trabajo en redondear sus reflexiones, y esto responde seguramente a una idea del papel del artista: para el uno era la vida en la calle lo que predominaba; para el otro, lo ejemplar, el sentido final que debe tener la poesía, no ya en relación, sino en aislamiento. Para uno, la poesía incide en lo gregario; para otro, en el perfeccionamiento personal; uno confía en la belleza dispersa en todas partes, otro en la función embellecedora del alma.
     En un momento de sus cartas, Rilke señala la vinculación del arte con el sexo, la trascendencia de ambas cosas en una búsqueda superior que los complementa: "el sexo es difícil", dice; pero también dice que es lo difícil lo que nos ha sido encargado; de ahí que el sexo sea para Rilke búsqueda, interioridad y gran tarea: casi lo contrario que para Baudelaire, para quien es gozo, diversión, apoyo y compañía. El sexo debe elaborarse como la soledad, sin que sean incompatibles lo uno y lo otro en las propuestas elevadas de Rilke: búsqueda de la soledad, búsqueda del sexo y, finalmente, búsqueda de Dios, contando con que a Dios también hay que elaborarlo, es algo que se está gestando, algo a lo que hay que llegar: de ahí que la vida deba vivirse como "la historia de un gran embarazo". Para Rilke, lo que importa está, sobre todo, en el futuro: está en gestación, y es producto de una enorme tarea introspectiva, por eso juzga imposible la sensación extrema de haber perdido a Dios: quien lo ha perdido es porque nunca lo tuvo, ya que ¿cómo es posible perder algo de tanta envergadura? Esta pregunta de lo enorme inhibe la gran pérdida, a menos que sólo sirva como pretexto para elaborar la gran respuesta, esa que un joven, por serlo, no podrá tener.
     Porque éste es otro de los consejos de Rilke: "ahora viva las preguntas". Ahora, es decir cuando se es joven, no busque usted las respuestas, que "no le pueden ser dadas porque no las podría vivir". ¿Es esto cierto?; no es fácil saberlo, pero está tan hermosamente dicho que aproxima al menos una convicción: la de que en poesía ayudan más los interrogantes que las conclusiones, como en general, en literatura, suele ser más útil la duda que la certeza, aunque también sea cierta la necesidad paradojal de tener, junto a la duda, una buena dosis de arbitrariedad. No busque las respuestas, dice; y le sugiere, en cambio, que ame la tristeza (un tipo especial de tristeza, cabría acotar) porque algo se incuba en ella, es señal de que "la vida no lo ha abandonado", del mismo modo que "la enfermedad es el medio por el que el organismo se libera de lo extraño: y uno debe ayudarle a estar enfermo". Tristeza, soledad, voluptuosidad de lo brumoso, y finalmente un asunto tan rilkeano como la muerte: la idea de la muerte propia, también como elaboración y parte necesaria de la vida: una muerte que sea consecuencia de la vida vivida, coronación de ésta, para que sea cierta la afirmación final de que "la vida está en lo cierto en todos los casos".
    Hay, pues, una verdadera tanda de consejos y aproximaciones en las cartas de Rilke, un catalogo de sus propias búsquedas y profundas manías que, como se sabe, respetó hasta el fin, cuando decidió aceptar su muerte propia, ser consciente de ella, y se negó en el trance final a que le administraran morfina para que no se atontaran sus reflejos y su sentido de la observación. Pero el gran consejo, como ya se ha dicho, también cumplido por Rilke hasta el extremo, es el de la soledad, por eso su última carta, escrita varios años después que las anteriores, es para congratularse de que el destinatario haya aceptado su consejo: ya es, al parecer, un solitario y, como tal, tiene que aceptar el retiro, no sólo buscado, sino rilkeanamente elaborado. Esta última carta tiene algo de despedida (como efectivamente lo fue), y nosotros asistimos al momento en el que el maestro (algo que también efectivamente fue Rilke en relación con Kappus) debe desaparecer de la escena para que el discípulo despliegue las velas: emprenda su vuelo propio, solitario y final. ¿Lo logró Kappus con su maestro de lujo? Es algo que no lo sé, aunque puede ser un indicador el hecho de que no figure en la historia, siempre parcial como cualquier historia, de la literatura alemana.
    Como tampoco sé cuál de estos consejos (los de Rilke y los de Baudelaire) son más útiles para un joven escritor. La índole distinta de unos y otros inducen a imaginar un modelo para armar según las necesidades de cada cual. Posiblemente, como siempre ocurre con los consejos, sólo sirven los que tienden a subsanar el punto flaco que previamente conocíamos. No todo sirve para todos; y lo bueno de los consejos es que son gratuitos, nadie (ni el que los da ni el que los recibe) tiene que pagar por ellos, y por si fuera poco (como diría Virginia Woolf) hasta pueden ser innecesarios.

2


POESÍA

Por Diego Muzzio

Viaje hacia Damasco


¿se nos llevó tan lejos a buscar
              Nacimiento o Muerte?
                             T. S. Eliot

"Los puñales se hunden mas fácilmente
en cuerpos bien alimentados, pero
estos desgraciados parecen viejas cabras,
todos desnutridos: y lloriquean..., cuando
la punta del puñal penetra entre los huesos..."
Así hablaba aquel hombre,
mientras comía pan y ajos y nadie
se atrevía a decir nada


aunque todos habríamos apreciado
un poco de silencio
bajo el sol agobiante del desierto.
Pero nunca dejaba de hablar:
"...y las mujeres son peores; chillan,
clavan las unas. En Jerusalén hubo una
que quiso arrancarme los ojos:
si no estuviera muerta,
tal vez hoy yo sería padre..."
Y reía, escupiendo sobre mi espalda
una nieve rancia y olorosa.


Un viaje malo. Viento y arena
golpeando los ojos;
y detenerse en cada caserío
buscando pinturas de un pez en las paredes,
en los pisos, debajo de las mantas,
dentro de las vasijas;
y en los muslos
de mujeres aterradas,
y en espaldas de hombres demudados.
Perdimos, finalmente, la cuenta de los días;
y dos caballos y un camello
cargado con comida. Cansados.
Sólo el judío parecía entero,
empujado por un fuego desolado.


Entonces, cerca de Damasco,
oímos una voz:
pero nada vimos.
y este judío, Saulo,
cayó de su caballo
y mordía sus puños
hasta que entre la roja carne
asomaron blancos los nudillos;
según él, nada veía.


Pero no perdió la voz.
Cuando abandonamos la ciudad
aún repetía:
"¿por qué
por qué me persigues?"


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*

El nadador

Le he preguntado al cuchillo
        Cuantos años viviré...
                 Anna Ajmátova


Es un pregunta inútil,
pero: he visto mis huesos
del mismo modo que puedo ver
un perro o mis manos.


Oler a tierra
caminar con el peso
de la sombra que inunda
el cuerpo entero
ante la duda.


Pero vi un perro, hoy,
y mis manos: y huesos
debatiéndose en el agua.
El nadador cansado lucha
con el peso de un cadáver.
Es un pregunta inútil
pero: ¿eran ésas, mis manos?


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*

Un puñado de piedras

Que hable, exigís imperativa;
que diga algo, explique, invente
alguna excusa: que reaccione, al menos
cuando tu boca me escupe insultos;


pienso en los bosques
en rayos de sol
suspendidos de las hojas


en una piedra
en la profunda, perfecta,
inmovilidad de una piedra


en ciudades que crucé de noche


y pienso en la forma
cóncava de las manos bajo mi cara
manos que reciben los escombros
que resbalan por mis ojos.


Que hable: ¿acaso estoy muerto
o, simplemente, soy estúpido?


Pero ahora respondo:
dejo sobre la mesa
un puñado de piedras.


Las ruinas no admiten
ninguna explicación.


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*

Carne

florece porque florece
        Ángelus Silesius

Un hombre
con media res
al hombro
cruza una calle
bajo la lluvia.


El hombre
vestido de blanco
doblado bajo la carne
trabaja;


concentra la fuerza
de sus músculos vivos
en soportar el peso
de la carne muerta.


Mirado desde aquí
el hombre parece
uno de los ángeles
que asoló Sodoma;


y la res que carga
un hombre despellejado
cuya carne será
pasto del fuego.


Hombre y ángel
res y hombre
pueden confundirse
mirados desde aquí


y uno puede pensar
que ciertas escenas
son signos
de un alfabeto oscuro.


Hombre y ángel
res y hombre
pueden confundirse


la lluvia y la carne
pueden confundirse
también
en sus últimos gestos:


la lluvia
cae porque cae.


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*

Oración y visión

Señor:
dame lo que haya
ahora en tus manos.


Y vi
sobre sus palmas abiertas:
agujeros.


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*

San Agustin se incorpora y responde

No es la primera vez que lloro
en este jardín de Turín
donde los pájaros parecen
secas arañas tejiendo
una red invisible
a mis espaldas.
No es la primera vez y,
según creo,
no será la última.


Pero también he llorado,
¿lo recuerdas?,
en áridos jardines
de sangre que aún circula,
entre cabellos perfumados
y copas de vino estrelladas:
sumergido en la furia del deseo
en el deseo de la furia
como una pantera ciega


libando la sangre menstrual
que empapaba los trapos
turbios de la noche.
Y ahora vienes a mí
cantando como un niño.


¿Y yo, qué puedo hacer?
Veo las nubes de primavera
reblandecidas
como huesos en la tumba.


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*

Noche cerca de Asís

Debe dormir Asís bajo la nieve.
Y el perro del hermano panadero
estará dormido junto al horno,
y la casa toda debe oler a pan,
y las puertas de la casa de mi padre
ya estarán cerradas.
Pero nosotros caminemos
otro trecho aún sobre la nieve,
esquivando con pies ligeros los espejos
que multiplican hambre y desamparo.
Luego nos detendremos:
vendrá el hermano fuego,
el hermano lobo,
la hermana escarcha a posarse
sobre las llagas de los pies descalzos.
Vendrá un rey desde la sombra.


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4


LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Por Alejandro Bekes
Horacio

La curiosa felicitas, el "peregrino acierto" que Quintiliano atribuyó al estilo de Horacio, puede predicarse igualmente de la vida y la fama del poeta. En éstas, como en su obra, la vivacidad y la sorpresa de los contrastes parecen aquietarse en la trabajada perfección, en la satisfacción de la dificultad resuelta. Hijo de un liberto de Apulia, "de humilde origen a la gloria exaltado". Quinto Horacio Flaco (65 - 8 a. C.) había de acercarse en su día a lo más encumbrado del poder político. Partidario en su juventud de los tiranicidas Bruto y Casio, derrotado en Filipos por los cesarianos y fugitivo del campo de batalla, terminó siendo después una especie de poeta oficial en la corte del princeps. Ni esta circunstancia ni la protección del ministro Mecenas pudieron, sin embargo, afectar su independencia; si se avino de vez en cuando a escribir poesía de propaganda, hay que decir que lo hizo de acuerdo con ciertas íntimas convicciones: sin duda estaba convencido de que el proyecto de Augusto era lo mejor para Roma. No hay sombra de afectación en su Dulce et decorum est pro patria mori (que tan lúcidamente condenaría, dos mil años después, Wilfred Owen) ni en el más evidente Caelo tonantem..., oda plenamente civil y hasta oficialista, pero donde el poeta, después de despachar lo que se ve obligado a decir, se demora con gusto en la historia de Régulo, modelo del valor romano.
     Según vemos en la Epistula ad Pisones, ni su tolerancia moral ni su aspiración a la aurea mediocritas autorizaron concesiones en materia de exigencia artística. Esto explica, tal vez, que su amistad con Virgilio, colega suyo en la primera línea de la literatura imperial, no fuera rozada por la rivalidad, y que permaneciera tan firme como para que Horacio lo llamase (en la Oda III del Libro I) animae dimidium meae, "la mitad de mi alma". El círculo de Mecenas parece haber sido, ante todo, una inflexible escuela de crítica literaria. Escuchemos al propio poeta:

Si a Quintilio le recitabas algo, "corrige esto, por favor", decía, "y esto". Si negabas poder mejorarlo, que ya lo habías intentado en vano dos o tres veces, te mandaba borrar los versos mal forjados y devolverlos al yunque. Si preferías defender el defecto antes que cambiarlo, no empeñaba una sola palabra ni una inútil molestia más, para evitar que tú, solo y sin rival, te amases a ti y a tus cosas. (Ep. ad Pis., 438-444.)

     En el año 25 a.C., Horacio declinó con modesto orgullo el ofrecimiento de Augusto, que quería hacerlo su secretario. Prefirió mantener su apacible retiro en la finca de la Sabina, regalo de Mecenas, con su dorada medianía y su vino amigable, sus ocasionales amores y su poesía.
      Es revelador comparar la estela de Horacio con la de otros poetas latinos. Si Virgilio fue el maestro de Dante y el modelo de los poetas bucólicos, si Ovidio proporcionó material a todos los novelistas y glosadores del Renacimiento, Horacio ejerció un influjo a la vez más secreto y más perdurable; él acuñó ciertos temas perennes de la lírica occidental, y éstos todavía llevan su sello. No es menos significativo que sus voluntarios imitadores —desde Garcilaso hasta Pope— hayan obrado con espléndida originalidad. ¿Quién reconocería a primera vista, por ejemplo, en el

... annus et almum
quae rapit hora diem...

(Oda VI del libro IV), el núcleo de aquel final gongorino:

las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años?

     Huellas de Horacio hay en todas partes; las advertimos en un soneto de Shakespeare, en un cuento de Borges o en la mera existencia de Ricardo Reis. En cuanto a los traductores, tuvo en nuestra lengua al más grande de todos —fray Luis de León—, pero es curioso, e indudable, que las versiones que el agustino hizo de las Odas son inferiores a las poesías originales en que recrea motivos horacianos. La causa, a mi entender, debe buscarse en la disparidad enorme entre las lenguas. El latín no admite parangón, en lo que a sintaxis se refiere, con las lenguas que de él se derivaron. (Ni siquiera Góngora pudo llevar a las últimas consecuencias la imitación latinizante.) El estilo de Horacio, por otra parte, es tan conciso (y tan "curioso") que en su propio idioma no tiene paralelo. De allí que los mejores frutos cosechados por sus lectores suelan hallarse menos en la versión literal que en la recreación entusiasta.
     ¿Qué hubo, qué hay en la poesía de Horacio capaz de generar tan asiduo y prolongado interés, entre poetas de tan diversos estilos, épocas y naciones? Se diría que hay algo irresistible en ese espíritu retozón, pronto a burlarse de sí mismo y a ironizar sobre la ambición y la pompa ajena, ansioso de gozar y experto en el goce de los placeres sencillos, y a la vez tan absorto en la contemplación de la nada, en la visión obsesiva del agujero negro, cuya presencia entre los antiguos admiraría Flaubert. Es verdad que la propensión al epitafio, la intención lapidaria, es visible en toda la poesía de Roma; que aun Catulo o Propercio encuentran memorables acentos cuando nombran la muerte. La discordia entre la furia vital y la certeza del mármol, el fondo de ébano sobre el que se recorta esa mano viva que arranca, como fruto maduro, el día presente: tal fue el claroscuro que inmortalizó Horacio en su lírica. En él se encuentran y se potencian, bajo el tenue disfraz de un epicureismo imposible, todo el sol y la sombra del Mediterráneo, el doloroso hechizo que Rubén Darío conjuraría en su poema Eheu:

Aquí, junto al mar latino
digo la verdad.
Siento en roca, aceite y vino
yo mi antigüedad.

¡Oh, qué anciano soy. Dios santo!
¡Oh, qué anciano soy!
¿De dónde viene mi canto?
Y yo, ¿adónde voy?

     En algunas de las versiones que ahora presento, el lector advertirá cierta pretensión, imposible a la larga, de imitar los módulos métricos horacianos. En otras, he procedido con mayor libertad. Una buena versión tendría que reunir, a mi juicio, varias virtudes. La primera: estar tan cerca del original como sea posible, sin caer en el barbarismo. La segunda: ser legible como poema. La tercera: tratar de resonar con el espíritu que anima a la mole, no quedar en mera trasposición erudita de palabras extrañas. No creo que semejante suma exista en alguna versión (en las mías tampoco), aunque ninguna habrá tan mala que no encierre aquí y allá algún acierto. La poesía de Horacio está hecha de calculadas resonancias; sacar de esas resonancias latinas unas palabras castellanas vagamente armoniosas, he ahí el desafío.
    He consultado varias traducciones : las de Jaume Juan y Alfonso Cuatrecasas, bastante cuidadosas del sentido básico pero (prefiero creer) sin pretensiones de poesía; la del P. Alfredo Meyer, en arcaizantes y tesoneros versos rimados; la de Bonifacio Chamorro, en correcto y sobrio lenguaje tardorromántico, que me parece en conjunto la más legible, si no la mejor.


Horacio

Odas
*
Carmina

Versiones de
Alejandro Bekes

I,V


Quis multa gracilis te puer in rosa
perfusus liquidis urget odoribus
grato, Pyrrha, sub antro?
Cui flauam religas comam,


simplex munditiis? Heu quotiens fidem
mutatosque deos flebit et aspera
nigris aequora uentis
emirabitur insolens


qui nunc te fruitur credulus aurea,
qui semper uacuam, semper amabilem
sperat, nescius aurae
fallacis. Miseri, quibus


intemptata nites. Me tabula sacer
uotiua paries indicat uuida
suspendisse potenti
uestimenta maris deo.


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Oda V del Libro I


¿Qué joven grácil entre múltiples rosas
perfumado te apremia. Pirra, en el íntimo
refugio? ¿Para quién
te atas el rubio cabello,


simple en tu aliño? ¡Cuántas veces sus dioses
y tu lealtad mudada, despavorido
llorará, y ese mar
áspero de negros vientos,


éste que ahora, crédulo, goza tu oro
y espera verte siempre suya y amable,
sin saber que estas brisas
engañan! Para esos míseros


brillas, nunca probada... De mí, en la sacra
pared, un cuadro muestra la ropa húmeda
que allí colgué, por voto
al dios que en tal mar domina.




I, VIIII


Vides ut alta stet niue candidum
Soracte, nec iam sustineant onus
siluae laborantes geluque
flumina constiterint acuto?


Dissolue frigus ligna super foco
large reponens atque benignius
deprome quadrimum Sabina,
o Thaliarche, merum diota.


Permitte diuis cetera, qui simul
strauere uentos aequore feruido
deproeliantis, nec cupressi
nec ueteres agitantur orni.


Quid sit futurum cras fuge quaerere, et
quem fors dierum cumque dabit, lucro
adpone, nec dulcis amores
sperne puer neque tu choreas,


donec uirenti canities abest
morosa. Nunc et campus et areae
lenesque sub noctem susurri
composita repetantur hora,


nunc et latentis proditor intumo
gratus puellae risus ab angulo
pignusque dereptum lacertis
aut digito male pertinaci.


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Oda IX del Libro I


¿Ves como fulge, erguido entre la nieve,
el Soracte, y no pueden con su carga
los abrumados bosques, y mordidos
por el hielo se aquietan los torrentes?


Resuelve el frío dando largamente
leña a tu hogar, y el vino que añejaste
cuatro años en ánfora sabina,
destápalo, Taliarco.


Deja el resto a los dioses; una vez
hayan rendido al viento que batalla
con el revuelto mar, ni los cipreses
se agitarán, ni los olmos vetustos.


No quieras preguntar por el mañana,
y el día que la suerte te conceda
tómalo por ganancia; no desprecies
el dulce amor, muchacho, ni las danzas,


mientras aleje tu vigor las tardas
canas. Ahora, busca la palestra,
y en las plazas, de noche, los coloquios
susurrados en hora convenida,


y en el rincón más íntimo, la risa
grata de la muchacha que se esconde,
y la prenda arrancada de sus brazos
o del dedo que finge resistencia.

I, XI


Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi, quem tibi
finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios
temptaris numeros. Vt melius quicquid erit pati,
seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam,
quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Tyrrhenun: sapias, uina liques, et spatio breui
spem longa reseces. Dum loquimur, fugerit inuida
aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.


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Oda XI del Libro I


Tú no indagues, Leucónoe -vedado está saberlo-
qué fin hayan de darnos a ti y a mí los dioses,
ni consultes los números babilonios. Mejor
aceptar lo que viene, sean muchos inviernos
o éste el último en que Júpiter nos concede
ver cómo el mar Tirreno gasta las tercas rocas.
Sé sabia, sirve el vino y ajusta a un breve espacio
las largas esperanzas. Mientras hablamos huye
la edad: ¡goza este día! Nada cierto hay mañana.

II, III


Aequam memento rebus in arduis
seruare mentem, non secus in bonis
ab insolenti temperatam
laetitia, moriture Delli,


seu maestus omni tempore uixeris,
seu te in remoto gramine per dies
festos reclinatum bearis
interiore nota Falerni.


Quo pinus ingens albaque populus
umbram hospitalem consociare amant
ramis, quid obliquo laborat
lympha fugax trepidare riuo?


Huc uina et unguenta et nimium breuis
flores amoenae ferre iube rosae,
dum res et aetas et sororum
fila trium patiuntur atra.


Cedes coemptis saltibus et domo
uillaque, flauos quam Tiberis lauit,
cedes et exstructis in altum
diuitiis potietur heres.


Diuesne prisco natus ab Inacho,
nil interest an pauper et infima
de gente sub diuo moreris,
uictima nil miserantis Orci:


Omnes eodem cogimur, omnium
uersatur urna serius ocius
sors exitura et nos in aeternum
exsilium impositura cumbae.


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Oda III del Libro II


Serena en los momentos más difíciles
guarda tu mente, y en los favorables
templada y lejos de insolente gozo,
Delio, pues morirás


tanto si en aflicción continua vives
como si bebes en remota grama,
reclinado en festín día tras día,
un Falerno selecto.


Donde un álamo blanco y alto pino
en sombra hospitalaria unen sus ramas,
el agua de un arroyo murmurante
tuerce fugaz su curso:


manda traer allí vino y perfumes
y las flores tan breves de la rosa
delicada, mientras las tres hermanas
tejen sus negros hilos.


Dirás adiós al campo y a la casa,
y a la granja que baña el rubio Tíber,
adiós; de tu riqueza acumulada
gozará un heredero.


Rico y nacido de linaje antiguo
o pobre permanezcas bajo el cielo
entre mísera gente, nada importa
al Orco irreparable.


Para todos igual: ya nuestra suerte
se revuelve en la urna y más temprano
o más tarde saldrá, y saldrá la barca
rumbo al eterno exilio.

IL XIV


Eheu fugaces, Postume, Postume,
labuntur anni, nec pietas moram
rugis et instanti senectae
adferet indomitaeque morti,


non si trecenis quotquot eunt dies,
amice, places illacrimabilem
Plutona tauris, qui ter amplum
Geryonen Tityonque tristi


compescit unda, scilicet omnibus,
quicumque terrae munere uescimur,
enauiganda, siue reges
siue inopes erimus coloni.


Frustra cruento Marte carebimus
fractisque rauci fluctibus Hadriae,
frustra per autumnos nocentem
corporibus metuemus austrum:


uisendus ater flumine languido
Cocytos errans et Danai genus
infame damnatusque longi
Sisyphus Aeolides laboris.


linquenda tellus et domus et placens
uxor, neque harum, quas colis, arborum
te praeter inuisas cupressos
ulla breuem dominum sequetur.


absumet heres Caecuba dignior
seruata centum clauibus et mero
tinget pauimentum superbo,
pontificum potiore cenis.


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Oda XIV del Libro II


¡Ay qué fugaces. Póstumo, Póstumo,
fluyen los años! ¿Qué ruegos pueden
frenar arrugas y la terca
vejez y la indomable muerte?


No, así trescientos toros por día,
amigo, al sordo Plutón inmoles,
el que a Gerión de triple cuerpo
y al gigante Tición confina


en tristes aguas; pues éstas, todos
cuantos la tierra nutre con frutos
deberemos surcar, hayamos
sido el rey o el pobre colono.


Vano es que al cruento Marte evitemos
y al ronco Adriático de olas quebradas,
vano que en el otoño el aire
enfermizo del sur temamos.


Debemos ver el negro Cocyto
lánguido fluir, y a las Danaides
de mala fama, y a aquel Sísifo
condenado a un largo trabajo.


Dejarás tierra y casa y tu dulce
esposa, y de estos árboles tuyos
sólo el ciprés te seguirá
odioso y fiel al breve dueño.


Del vino fino que te mezquinas
harán derroche tus herederos
y teñirá tu piso el mosto
que reservabas al pontífice.

III, XIII


O fons Bandusiae, splendidior vitro,
dulci digne mero non sine floribus,
cras donaberis haedo,
cui frons turgida cornibus


primis et uenerem et proelia destinat.
frustra: nam gelidos inficiet tibi
rubro sanguine riuos
lasciui suboles gregis.


Te flagrantis atrox hora Caniculae
nescit tangere, tu frigus amabile
fessis uomere tauris
praebes et pecori uago.


Fies nobilium tu quoque fontium,
me dicente cauis impositam ilicem
saxis, unde loquace
lymphae desiliunt tuae.


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Oda XIII del Libro III


Oh fuente de Bandusia, transparente
más que el cristal, con dulce vino y flores
mañana te daremos un cabrito,
a quien la frente hinchada en cuernos nuevos


destinaba al amor y a los combates.
Vanamente: por ti, con roja sangre
el vástago del lúbrico rebaño
impregnará las gélidas acequias.


La hora implacable del verano ardiente
no te sabe tocar ; tu amable frío
dedicas a los toros que el arado
fatiga y al ganado vagabundo.


Serás también famosa entre las fuente
pues yo canto esa encina que aprisiona
las rocas huecas de donde locuaces
se despeñan tus aguas.

III, XXX


Exegi monumentum aere perennius
regalique situ pyramidum altius,
quod non imber edax, non Aquilo impotens
possit diruere aut innumerabilis



annorum series et fuga temporum.
non omnis moriar multaque pars mei
uitabit Libitinam: usque ego postera
crescam laude recens, dum Capitolium


scandet cum tacita uirgine pontifex.
dicar, qua uiolens obstrepit Aufidus
et qua pauper aquae Daunus agrestium
regnauit populorum, ex humili potens,


princeps Aeolium carmen ad Italos
deduxisse modos. sume superbiam
quaesitam meritis et mihi Delphica
lauro cinge uolens, Melpomene, comam.


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Oda XXX del Libro III


Levanté un monumento más durable que el bronce
y más alto que el regio sitial de las pirámides,
que ni la lluvia hambrienta ni los vientos ansiosos
lograrán derruir, ni las innumerables


series de años veloces, ni la fuga del tiempo.
No moriré del todo, y lo mejor de mí
evitará la Parca: creceré siempre joven
en la alabanza eterna, mientras al Capitolio


ascienda con la virgen silenciosa el pontífice.
Yo seré, donde el Áufido precipitado corre
y Dauno, pobre en agua, sobre pueblos agrestes
reinó, de humilde origen a la gloria exaltado


como el que en italianos versos el canto eolio
supo encerrar. Asume la divina arrogancia
que mereces, Melpómene, y con graciosa mano
ciñe en tomo a mis sienes los laureles de Delfos.

IIII, VI


Diffugere niues, redeunt iam gramina campis
arboribusque comae;
mutat terra uices et decrescentia ripas
flumina praetereunt;


Gratia cum Nymphis geminisque sororibus audet
ducere nuda choros.
immortalis ne speres monet annus et almum
quae rapit hora diem.


frigora mitescunt Zephyris, uer proterit aestas
interitura, simul
pomifer autumnus fruges effuderit, et mox
bruma recurrit iners.


damna tamen celeres reparant caelestia lunae;
nos ubi decidimus,
quo pater Aeneas, quo Tullus diues et Ancus,
puluis et umbra sumus.


Quis scit an adiciant hodiernae crastina summae
tempora di superi?
cuncta manus auidas fugient heredis, amico
quae dederis animo.


Cum semel occideris et de te splendida Minos
fecerit arbitria,
non, Torquate, genus, non te facundia, non te
restituet pietas.


infernis neque enim tenebris Diana pudicum
liberat Hippolytum,
nec Lethaea ualet Theseus abrumpere caro
uincula Pirithoo.


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Oda VI del Libro IV


Huyen las nieves, vuelve la gramilla a los campos
y la fronda a los árboles;
cambia de piel la tierra, los ríos decreciendo
soslayan sus riberas,


y entre ninfas la Gracia con sus gemelas guía
desnuda el grato coro.
El año y cada hora que roe vivo el día
te hablan: Todo es mortal.


Céfiro templa el frío, luego ceden las flores
al verano, que muere
cuando el cargado otoño rinde su fruta, y pronto
vuelve el invierno inerte.


Si las lunas reparan velozmente su mengua,
al caducar nosotros
adonde el padre Eneas y el rico Tulo y Anco
iremos: polvo y sombra.


¿Quién sabe si a la suma de tus días los dioses
otro le añadirán?
Sólo hurtarás a la ávida mano de tu heredero
lo que hoy goces tú mismo.


Cuando te mueras y haga sobre ti su sentencia
Minos insobornable,
ni la sangre, Torcuato, ni elocuencia o piedad
te volverán la vida.


Pues de las tenebrosas honduras, ni a su Hipólito
púdico libró Diana,
ni a Piritoo pudo quebrantarle Teseo
las cadenas de olvido.

5

PIEDRA DE TOQUE

Por Alejandro Bekes
Una visión de las honduras
Horacio Castillo, La casa del ahorcado
(Obra poética 1974-1999),
Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1999



De las honduras que no penetra el ojo de la razón emergen a veces los antiguos símbolos. Ciegos algunos como la oscuridad de donde vienen, otros parecen hablar sigilosamente de seres que fueron nuestros, de días y caras que nos poblaron. Tal vez se entienden entre sí para configurar esa trama secreta, la confabulación de un mito. Los necesitamos. Su presencia es la clave de algo que merecemos recordar. Arrancar a esas honduras una palabra inteligible, conjugar en el verbo usual y comunitario la urgencia de esas sombras, decir lo secreto en el idioma de todos, es un arduo afán. Arte de la penumbra, que arbitra sin embargo un lúcido juego de figuras grotescas o estremecedoras, siempre significantes, tal es la poesía de Horacio Castillo.
    El presente libro, que reúne todos los poemas publicados por Castillo con excepción del primer cuaderno, nos deja divisar los contornos de un verdadero continente poético, que abarca veinticinco años de labor literaria y para cuya exploración contamos con una guía inestimable: el estudio preliminar de Pablo Anadón. Desde luego, la obra de Castillo puede ser abordada directamente, con la mirada abierta con que nos detenemos ante los horizontes de Rimbaud o ante los insondables azules de Joachim Patinir. Pero no es ésta una poesía que pueda agotarse en una sola lectura, y nuestra relectura se hace más perspicaz si es compartida. Anadón dedica aquí a Castillo una exégesis que recuerda, por su alcance y estilo, las que han suscitado los oscuros y preciosos fragmentos de los primeros filósofos.
     Esta manera de leerlo —ya sugerida por Cristina Piña en su reseña a Los gatos de la Acrópolis 1— no es arbitraria. Como afirma el propio Anadón, este libro podría haberse titulado también (o mejor) con la palabra griega Sphairon. La poesía de Castillo afirma la circularidad de vida y muerte, el ciclo sin fin donde coinciden los opuestos, el retomo del tiempo original. El globo ocular, esa "astilla de cielo incrustada en el cuerpo" que sentía Herrera en un ensayo de 1987 2, es uno de sus símbolos privilegiados; Anadón descubre que la visión (en el sentido visionario de la palabra) es el instrumento poético fundamental de Castillo. La obra de este poeta se nos aparece, recordando aquella impresionante acuarela de Víctor Hugo, como un planeta-ojo, un mundo que ve.
    Ante un obra tal, el lector tiene por delante la aventura de penetrar un orbe de símbolos, emblemas y alusiones míticas o históricas, para rastrear en él ese hilo de Ariadna que le permita ir descubriendo las señales, los derroteros que conducen a sus ocultas riquezas. Pero a la vez debe evitar la reducción de esos símbolos a la función de meras alegorías. Anadón, en su estudio, nos abre el misterioso mapa mundi del poeta, exornado de antiguas imágenes que parecen observarnos con el sigilo del chamán o con el desdén del alquimista; nos abre ese planisferio, pero no nos deja olvidarnos de que la obra, el orbe, es otro: es una esfera, un Sphairon, cuyo secreto nos aguarda.

     Leer a Castillo es una empresa exigente: exigente y fecunda, como cualquier viaje. Es peregrinar a la morada del hombre, del hombre entero. Esa morada no es menos laberíntica y temblorosa que nuestra vida y que esa conciencia de la vida que antes se llamaba el espíritu. Esa morada no es menos honda que la casa natal de los presocráticos, tan cercana a los mitos y al mismo tiempo lo bastante separada de ellos como para que podamos aceptar su lenguaje. Por eso el lenguaje de esta poesía es a la vez misterioso y preciso. Guarda un secreto, pero sabe cuál es. Niega el automatismo, la catarata irresponsable. Elige ante lo inefable ese antiguo modo de acceso que no quiere excluir a la conciencia, sino ensancharla. Quiere que las tinieblas comprendan a la luz.
    No debe extrañarnos que el estilo de Castillo resista a toda facilidad. Sus críticos coinciden en atribuir al magisterio de Girri esta lección de resistencia. Pero la dificultad de Castillo no atiende a una geometría verbal, ni se resigna a una abstracción; aspira a captar la visión en el temblor del nacimiento, quiere atrapar con la mirada el vuelo ominoso del buitre, la virginidad de ese "tallo que nadie hubo tocado": fin y principio en que la epifanía de lo real se materializa. Esto explica también, quizá, que Castillo no se deje mecer por el vaivén tradicional del verso castellano; vaivén que daría entrada quizá a ciertos componentes mecánicos, a sílabas impensadas que su rigor no admite. Castillo necesita saberse dueño de su materia verbal. La música de su verso viene impuesta por un ritmo de honduras; ritmo que no coincide con los viejos esquemas métricos, pero que los supone, no obstante, a modo de cañamazo.
    En su poema "El quejido", Castillo nos hace oír el dolor universal: el dolor de la madera, el dolor de la carne torturada, el dolor de lo que es y de lo que deja de ser. Anadón refiere este texto a la sentencia de Anaximandro; de ella se deduce que el dolor viene con el ser, porque ser implica ser algo o alguien, haber abandonado la indiferenciada unidad. Tras esta interpretación, el prologuista aproxima el fondo del sentimiento poético de Castillo al de Darío: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo... Yo lo siento cercano al de un autor que, sin embargo, no aparece en su genealogía poética: Leopoldo Marechal. Recordemos, sin más, el verso intocable de los Sonetos a Sophia: "Con el número Dos nace la pena"... La comparación entre los dos poetas (justificada también, creo, por el constante recurso de ambos a los símbolos de la mitología griega y cristiana) me sirve además para entender esta esencial diferencia: Marechal sigue un rumbo marcado de antemano, una vía crucis a cuyo término se hermanan, tomísticamente, la razón y la fe. En cambio. Castillo escribe:

Los judíos piden señales, los griegos sabiduría,
pero yo digo: Enloqueced.
¿Dónde está el sabio, dónde está el escriba?
Ha sido escamoteada la luz del mundo.

    En estos versos del poema "Epístola", la violenta mística paulina, momento liminar de la fe cristiana, y la desesperada incredulidad de nuestro tiempo, coinciden extrañamente, como el curvo y recto camino del tornillo de Heráclito. Como Pablo de Tarso y como nosotros, Castillo no sabe bien adónde va; ardiente y deslumbrado como el apóstol, obedece sin embargo el llamado profundo. Sentimos que ese desvalimiento nos entiende; pero a la vez sentimos que él va más allá, hasta donde enmudece el sabio y el escriba deja caer su punzón, para traernos una palabra, un atisbo de redención imaginable. El fin y el principio se unen. Son uno.

  Un rasgo esencial de esta poesía es su capacidad de negación. Acaso leemos uno de sus textos e inventamos una vaga teoría; el texto siguiente la refuta. Toda afirmación, toda reducción será destituida si leemos lo suficiente. No por capricho: por adhesión a la verdad. ¿No hay una esperanza, casi una borrachera de victoria en el final de "Alaska", cuando los compañeros se prometen celebrar con risas y palmadas alegres el éxito de la cacería? Es cierto: pero hay una estremecedora oscuridad en el silencio de los ancianos, en ese otro texto central, "Los ancianos callaban". ¿No está la obsesión de la pureza, en la piel inmaculada del oso blanco con que se envuelven los cazadores, o en las telas troyanas de "El lavadero"? Sin duda: pero también se seca, indeleble, la mancha roja de la vida, en "Tálamo", o invade la aldea una mosca que desova en el pantano, en "Tuerto rey". El pecho blanco y el pecho negro de la madre son igualmente requeridos: el que nos sacia y el que nos da más hambre. Soledad y sentimiento comunitario tensan el arco de la vida. Cristianismo y paganismo prosiguen, sin concederse un milímetro, la discusión antigua, apasionada. El mito que nos ofrece un lugar en el universo sufre el embate del escepticismo más amargo, el que procede de experiencia.
    Cierro provisoriamente La casa del ahorcado y me pregunto: ¿qué hace el hombre con el silencio que sucede a su palabra? Silencio tanto más profundo, por otra parte, cuanto más seria y definitiva es esa palabra... Me respondo que este silencio me enfrenta a la propia tarea de escribir, me interpela por las fáciles miserias que me habré consentido, me expone al enigma último, a la intemperie del ser, adonde su verdad no tiene más remedio que dejarme. O para decirlo con un verso de "Sphairon":

¿Cómo, desprendida del ojo, sobrevivirá la mirada?

    El peligro de la poesía, el riesgo de volver a sentirnos hombres, merodea, nos acecha como esos seres absurdos que esperan el amanecer junto a la horca, frotándose unos contra otros para evitar el frío que viene del espacio, y que atisbando, como si supieran que la muerte y el nacimiento coinciden en algún punto, aguardan, aguardan,

inmóviles junto al árbol de la carroña
como blancos cuervos espantando la nada,
soplando la trompeta de la descomposición.

Alejandro Bekes

NOTAS

1 Ver "La precisión desaforada" en Fénix, Nº 5, pág. 113 sgtes. 2 Ver RICARDO H. HERRERA, "Amanecer junto al árbol de la carroña", en La hora epigonal. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991.






 
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